Las energías «renovables» no son «sostenibles». De la forma en que las usamos hoy son tan destructivas del ambiente como los fósiles. Un cuento con moraleja que vale la pena leer.
Este es un cuento con moraleja, que, sin embargo, es la historia real de algo que ha sucedido hace poco, muy poco, alrededor de un siglo, en un sitio nada lejano ni perdido, sino más bien en un lugar muy concurrido y conocido destino turístico, exactamente donde está ubicado el aeropuerto más rentable de España y uno de los de más tráfico de punta de Europa, el de Son Sant Joan, más conocido como el de Palma (de Mallorca).
Quien haya viajado por esa zona, habrá observado a la primera que haya prestado algo de atención al paisaje, que está llena de cadáveres de molinos extractores de agua, o “molins aigüaders”, como lo llaman los locales en esa variante autóctona en vía de extinción (muy maltratada por la aculturación cuidadosamente cultivada por la imperialista Cataluña mediante las televisiones locales, como algunos baleares me hicieron notar). Precisamente la cabecera de este artículo es una foto de algunos de la zona.
Hace más de un siglo, a mediados del siglo XIX, esa gran extensión llana estaba empantanada, y era un foco de enfermedades, área poco recomendable, insalubre, y terreno de escaso valor en la mayoría de sentidos.
Algunos de los vecinos, siguiendo el ejemplo de otras partes de la misma isla, y como en otras islas, empezaron a usar molinos que ya llevaban un tiempo usándose para extraer agua, empezaron a usarlos para desecar el pantano y de paso, utilizar el agua para cultivos de regadío. A medida que se iba desecando el pantano y se iba modificando el terreno, se fue pasando de la zona insalubre y malsana a ser todo lo contrario. En pocas décadas, los más de 495 molinos censados en esa llanura convirtieron el Plà de Sant Jordi en los terrenos más productivos de Mallorca, un paraíso donde se producía de todo en grandes cantidades y con calidades muy buenas, un paraíso donde rezumaba la leche y la miel.
Esa bonanza de esa enorme extensión de tierras permitió, junto con las nuevas formas agrícolas que habría traído la revolución industrial, que la población se disparase, sobre todo en la vecina capital.
Las ventajas sanitarias de ese invento romano llamado alcantarillado, además de la adopción de las nuevas técnicas y medidas sanitarias que vinieron con la revolución industrial, facilitaron la expansión enorme de Palma, en parte también porque la elevada productividad de esos terrenos permitieron que la pujante y también creciente población rural se desplazase a Ciutat, apodo con el que todavía se conoce a Palma en el resto de Mallorca.
Que a mediados del siglo XIX un ingeniero de molinos holandés se desplazase a la zona y mejorase el complicado diseño anterior, conocido como ‘molí de ramell’, básicamente hecho en madera, pero con muchos mandos manuales para cambiar la extensión e inclinación de las palas, por otro más sencillo con mucha más profusión de hierro y menos mandos (básicamente uno, para mantenerlo parado en base a desviar la veleta de orientación), molino que además, con la revolución industrial, se fabricaba en abundancia y se vendía como kit para que los lugareños se lo pudiesen montar donde les daba la gana. Con todo ello, “ja tenim la Seu plena d’ous”, como reza la expresión de júbilo local.
Con alrededor de un millar de estos molinos censados en toda la isla, Mallorca es la segunda isla mediterránea, tras Creta, en cuanto a molinos, no sólo de extracción de agua, siendo ambas unos buenos ejemplos del uso de la energía eólica en tiempos no tan lejanos. Sin embargo, la proliferación de molinos en toda la isla, con el tiempo, llevó a una nueva situación. Y mientras, el alcantarillado tiraba al mar algo que antes se cotizaba bien y era objeto de compra: el estiércol.
Décadas seguidas de cultivo intensivo en esa zona, de extraer agua y alimentos, nutrientes, de esa zona, para venderlos en la vecina capital que luego los lanzaba al mar, el abuso del regadío para cultivar el tipo de alimentos de mayor apreciación económica, y la elevada cantidad de agua bombeada, empezaron a hacer mella en la productividad de la zona.
Aquellos campesinos (“foravilers”, de fuera de la villa, como se les llama por allí) que no se habían aprovechado al máximo, o que habían abusado en exceso, empezaron a quebrar, y poco a poco, las tierras fueron acumulándose en menos manos. El hecho de poder usar sólo uno molino para regar las mismas zonas que antes regaban unos cuantos, permitía liberar terreno en base a quitar dichos molinos, o al menos, a reducir el mantenimiento y sus costes asociados.
Por eso, el que se dedicase a producir otros alimentos que necesitasen menos agua, y que se cotizaban peor, tenía más probabilidades de quebrar. Así que con el agua ‘gratis’, no era cuestión de dejarla correr: si no la gastaba el campesino en su terreno, lo hacía el vecino en el suyo para cultivar hortalizas más económicamente rentables. Se encontraron pues atrapados en una carrera para ir produciendo al máximo para sacar el máximo de partido del terreno. Y eso, para una gente con una cultura y una historia basada en la producción agrícola, donde las prácticas sostenibles son todavía hoy de sobras conocidas, hizo agudizar la imaginación al máximo, pero eso no bastó para que lo inevitable acabase por suceder.
Con la cercanía del agua de mar, y el abuso del recurso renovable que es el acuífero que hay bajo dicha llanura, junto a factores habituales en los terrenos que son usados abusivamente en regadío, tanto la tierra como el agua empezaron a ser salobres, a tener más sal de la que permitían muchos de los cultivos.
La productividad empezó a resentirse más allá ya de la ruptura del ciclo del nitrógeno y del fósforo, rotos al echar al mar el alcantarillado, los restos biológicos de su consumo humano. El consumo por parte del ganado local, así como de los animales de tiro, incluso de los que había en la capital, era comprado y reutilizado, al menos, y formaba parte del sistema agrícola de aquellos tiempos, pero seguía cubriendo sólo una parte del ciclo, una parte que aunque su desaparición se había ralentizado, seguía inexorable.El límite primero que se encontraron, no el único, fue el de la salinización del agua que sacaban del subsuelo.
Las soluciones que se adoptaron fueron dos. Al principio, aumentar la profundidad desde la que se bombeaba el agua. Con unos molinos realmente sobredimensionados, junto con las balsas de acumulación de agua adjuntas (“safareig” es el nombre local de esas balsas) que usaban para almacenar el agua extraída cuando había viento (habitualmente primavera, invierno, otoño) y que se gastaba cuando hacía falta (los abrasadores veranos mediterráneos), extraer agua de mayor profundidad no fue un gran problema.
Sin embargo, la aparición de bombas de agua que funcionaban con vapor (de leña, carbón vegetal, u otras formas) y más tarde, a gasoil (hoy en día, eléctricas, aunque son pocas), el extraer agua cuando hacía falta, proporcionó un plus a los que las usaban, con un par de ventajas añadidas: sólo se sacaba el agua que se usaba, reduciendo excedentes y pérdidas por evaporación, a la vez que liberaban el terreno utilizado para el almacenamiento para otros usos.
La segunda solución, gracias a la aparición de barcos de vapor y del aumento del tráfico marítimo entre Palma (con su magnífico puerto) y la península, permitió comprar comida fuera, especialmente la de menor precio, mientras en la zona se concentraban en producir la de mayor beneficio económico. Sin embargo, el problema seguía. La demanda seguía subiendo, y el precio del agua, así como de la comida, subía, como los beneficios de seguir explotando un acuífero que se iba salinizando con el paso de los años.
El cambio de animales de tiro a vehículos de combustibles fósiles finiquitó una parte del reciclado de materias orgánicas, rompiendo definitivamente el ciclo del fósforo y del nitrógeno. El uso de fertilizantes fósiles para arreglar el desaguisado terminó definitivamente con las prácticas sostenibles, y los mecanismos de compostaje (“es clot d’es fems” como se llamaba por aquellos lares), fueron totalmente abandonados.
El resultado actual es que el acuífero sigue siendo salobre, la productividad de la tierra, todavía presentable, es reducida en comparación con sus momentos álgidos, y se sigue extrayendo agua del acuífero con ayuda de bombas, ahora eléctricas, muchas de ellas además alimentadas por paneles fotovoltaicos.
Es más, siendo estas tierras pantanosas que las lluvias anegan con facilidad, en lugar de permitir que la tierra absorba esa lluvia para así subir el nivel freático y reducir la salinización, lo que se pide son presupuestos para bombear y tirar esa agua si hace falta para que no se pare el cultivo. Y con subvenciones, por favor, que las bombas cuestan muy caro.
¿Por qué a finales del siglo XIX, los campesinos podían afrontar el sembrar tal cantidad de molinos sobredimensionados y caros para los salarios de la época para extraer agua del subsuelo, mientras que en la actualidad, con la tecnología abundante y avanzada que tenemos a bajo precio, hay que subvencionar el bombeo del agua superficial? En cualquier caso, los problemas se manifestaron con fuerza a principios de siglo, cuando todavía se usaban animales de tiro, el boom turístico todavía no se sabía ni que pudiese existir, y con una población bastante reducida en comparación a la actual.
Resulta notable pues, en lo debería ser la primera y más importante lección y moraleja de este cuento, que todo eso se consiguió sólo con el uso de lo que hoy llamamos renovables. Con la excepción de una reducida cantidad de hierro para la columna de sujeción del molino, el resto era madera y piedra. Incluso ese hierro aguanta mucho, como atestiguan los restos de molinos que llevan muchas décadas sin ningún tipo de mantenimiento y que todavía aguantan.
El agua extraída de ese acuífero, en particular, también es de origen renovable, pues una buena parte se obtiene de las lluvias que caen, junto con alguna nevada esporádica en invierno en las partes más altas de la isla, en la Serra de Tramontana, zona de gran atractivo tanto paisajístico como motero por esas carreteras sinuosas junto a acantilados de más de 400 metros.
La razón de la insalubridad de la zona era de hecho la gran acumulación de materia orgánica en descomposición que había. Materia prima con todos los nutrientes que son necesarios para los cultivos de la mayor calidad que produjo en los principios de su explotación. Materia que aunque en parte era reciclada, sobre todo al principio, se iba yendo lentamente, y cada vez de forma más acelerada, por el desagüe hacia un lugar dónde no se puede reciclar y reutilizar como es debido, a pesar de ser también totalmente renovable.
Por tanto, esa primera lección que deberíamos tener muy claramente en nuestra mente hoy en día, es que a pesar de usar renovables en todos los frentes y en todos los sentidos, acabamos con los recursos que teníamos por una mala utilización. Y eso con una población muy consciente (cosa que no ocurre ni de lejos en esta cultura biófoba de ciudad en la que la mayoría nos movemos) de los ciclos naturales.
El punto que debe quedar meridianamente claro es simple: Renovables y sostenibles son dos cosas totalmente diferentes. Para que una sociedad sea sostenible, no sólo debe usar recursos renovables en exclusiva. También debe hacerlo por debajo de la tasa de renovación, y de forma consciente, controlada, conocida.
Sin embargo, hoy en día, se usa el mote Renovable (y sin serlo técnica ni prácticamente) como un proxy de Sostenible. Nuestra cultura actual se cree que por usar paneles fotovoltaicos para alimentar bombas eléctricas que extraen agua de ese acuífero, ya somos sostenibles!!!
Por tanto, se deduce de esto que el problema de insostenibilidad de nuestra sociedad NO ES tanto un problema de cómo extraemos los recursos que usamos, sino de cómo los usamos, para qué, de qué hacemos con ellos. El problema ES CULTURAL.
Si no cambiamos nuestra cultura extractiva por otra que se integre en los ciclos naturales, sólo vamos a cambiar el límite de las emisiones de CO2 por el límite de los recursos de acuíferos, renovables y no renovables, o por el de suelo fértil (que sólo el uso, aún hoy en día, de fertilizantes fósiles, ha conseguido evitar, pero que será evidente cuando también se llegue al límite de extracción de dichos fertilizantes).
Sin embargo, no es de rigor el terminar aquí este cuento. Hace falta despejar una serie de elementos que tarde o temprano aparecen en las discusiones y disquisiciones en algo más de profundidad sobre este tema. Se ha comentado que se han adoptado dos soluciones ante el problema: bombear más desde mayor profundidad, quizás de forma más eficiente, y traer alimentos (y fosfatos, y nitratos) desde otras partes.
La mejora de la eficiencia es precisamente lo que realizó el ingeniero holandés que cambió el diseño de los molinos. Mejoras que son un claro ejemplo de la paradoja de Jevons: sirvieron para bombear más aún con el mismo esfuerzo o incluso con menos, y desde profundidades mayores.
El uso de bombas que funcionaban a voluntad (con combustibles fósiles o no) fue otra vuelta de tuerca a la mejora de la eficiencia, al liberar el área ocupada por la gran capacidad de almacenamiento de agua necesaria, junto a reducir las pérdidas por evaporación. El uso de bombas eléctricas alimentadas por fotovoltaicas son otro ejemplo más radical además del uso de presuntas renovables (que en ese caso particular, además, de eso poca cosa) para usos totalmente insostenibles. Esta (no) “solución” es sólo patear el problema “p’adelante”, y de paso, empeorándolo.
La segunda solución, traer la comida (y los fertilizantes) de otra parte, exactamente el tipo de solución que hoy en día se utiliza en gran profusión en la planificación de las renovables eléctricas intermitentes, no es más que pasarle el muerto a otro, de quitarnos las culpas de encima, de esconder la cabeza bajo el ala, de externalizar un problema que es interno.
Como vemos, ninguna de esas dos soluciones adoptadas, que nada casualmente son calcos de las soluciones que se esgrimen hoy en día frente al cambio climático y los problemas con los recursos fósiles, sean esos combustibles u otra cosa, solucionan nada. No son soluciones. La primera, incluso, acelera, aumenta el problema, y la segunda, simplemente la invisibiliza. NINGUNA SOLUCIONA NADA.
Porque el problema no es ese.
Hay una tercera solución que se implementó, si bien parcialmente y por la fuerza de las circunstancias, apenas reconocido: la reducción de la explotación. En este caso en particular, fueron las fuerzas del mercado las que produjeron la reducción de la producción, pero los límites ecológicos fueron el elemento de mayor peso que forzó la salida del mercado: producción insuficiente, cara, y claramente limitada, costosa, no podía competir con las nuevas opciones aparecidas, especialmente la de comprar fuera lo que no se puede producir dentro.
Algunos esgrimen que una solución a todo esto es la intervención del estado. Si el estado, gobierno, ayuntamiento, o lo que sea, impone cuotas de producción y extracción, se frena el problema, incluso se puede llegar a revertir si la extracción de agua es inferior a su tasa de reposición. Ese es un razonamiento absolutamente correcto, aplicable y ejemplar. Recomendable de no ser por un pequeño problema que pasa desapercibido, y que aunque en su momento estaba sobre la mesa, hoy en día está relegado al olvido, al mismo terreno en el que se ponen todos los temas y asuntos tabú de los que no queremos ni oír hablar.
Supongamos que por alguna razón, a principios de siglo, se hubiese puesto un gobierno con la capacidad de entrever el problema, y que hubiese impuesto cuotas de extracción adecuadas. El primer resultado obvio, es que dichas cuotas, límites, hubiesen reducido la producción del terreno. Cosa absolutamente necesaria, y que con el tiempo, ha acabado siendo el resultado, aunque con una condición actual del territorio muy mala, mientras que de la otra manera, se hubiese parado la degradación. Al menos supuestamente.
A pesar de ello, la mejora de la zona y de las condiciones es una consecuencia deseable y habitual. Una mejora que conlleva necesariamente un aumento de la población, algo que todos los economistas de hoy en día comentan como hasta de necesaria para sostenerlo todo. Pero ese crecimiento de la población es precisamente lo que aumentó la demanda, lo que propició que la producción se disparase. Si no hubiese habido demanda para la producción de ese territorio, nunca se hubiese llegado a explotar tal y como se ha explotado.
Y es que en realidad, la teoría de Malthus está más que demostrada, puesto que precisamente la situación actual es la demostración del mismo enunciado: que mientras haya recursos, incluso crecientes, la población crece, incluso a un ritmo más rápido que dichos recursos. Ese es exactamente el mismo principio de sostenibilidad explicado: no es conveniente explotar un recurso renovable más rápidamente que su tasa de reposición.
Mientras tanto, vamos agotando los recursos de forma más acelerada, no sólo los combustibles fósiles. También los acuíferos (que se lo expliquen a los sirios, que ese es uno de los problemas raíz de la situación que viven, aunque no el único ni de lejos). También los fertilizantes fósiles (como los fosfatos del norte de África). También los fertilizantes sintéticos (algo más del 3% del consumo de gas natural es usado para obtener nitratos sintéticos).
Pero los elementos necesarios para el ladrillo básico con el que construimos nuestra tecnología, esos 70 elementos de la tabla periódica que se utilizan para la fabricación de componentes electrónicos y eléctricos (no sólo semiconductores, también los motores de los coches, sean térmicos o eléctricos, los inverters usados en la fotovoltaica, los controles del IoT, Smart things for dumb citizens, internete, pantallas e informática, aerogeneradores, paneles fotovoltaicos) son fósiles, no renovables, finitos, no reciclados (la tasa de reciclado del litio de las baterías es NULO hoy en día, y sin visos de mejorar en absoluto a pesar de haber triplicado – o más – su precio desde 2015), lo cual es peor que hablar solamente de recursos renovables.
Y las “soluciones” que nos dan son más eficiencia usando más de estas cosas hechas con materiales no renovables (pasar el problema a otros en el mismo lugar, pero futuro diferente), o pasar el muerto a otros en otro lugar y en el futuro inmediato. Evidentemente, esto no es sostenible, aunque lo hacen de forma sostenida. Y en música, lo “contrario” del sostenido, es el bemol. Y esto es un problema de bemoles.
Por supuesto, ante semejante panorama, lo que se vislumbra es obvio, y ante el panorama y las actitudes que toman muchos (que proponen el artificializar aún más la naturaleza en base a romper aún más ciclos naturales a los que parasitar con sus empresas para sacar tajada económica), esos temas que habitan este terreno oscuro del tabú, de lo que no se quiere hablar, reconocer, cuya imposibilidad de discusión política, se van a convertir en la inevitabilidad social futura (de hecho, ya estamos en ello).
El primer paso para solucionar un problema cualquiera, es reconocer que hay un problema.
Beamspot. Publicado en http://crashoil.blogspot.com/